P. Carlos Padilla
Quisiera acercarme a Betania en este tiempo de Cuaresma. Distaba pocos kilómetros de Jerusalén. Así lo hizo el Señor antes de celebrar la Pascua, pocos días antes. Jesús amaba la casa de Marta, María y Lázaro. Allí era acogido y recibido. Amaba ese hogar en el que su alma podía descansar y recobrar la paz después del duro trabajo de cada día. Allí estaba en familia. No había que hacer nada. Nada había que decir. Sólo estar y compartir la vida. No había que demostrar nada, ni poner la mejor cara. Uno era aceptado sin preguntas, sin quejas ni reproches. Cada día, cada atardecer. En los seis días antes de su crucifixión, Jesús fue a la ciudad de Jerusalén durante el día, pero siempre se retiraba a Betania para pasar la noche. Es decir que, en los últimos días de su vida en esta tierra, Jesús pasó todas las noches en Betania, donde encontró refugio, descanso, seguridad y paz.
Betania es el hogar en el que Cristo es bien recibido. Allí lo esperan y lo aceptan en todo momento. Hacen fiesta al verle llegar y pasan el tiempo a su lado. Y nosotros no tenemos tiempo. O elegimos muy bien a qué queremos dedicarle tiempo. Nuestras prioridades son otras, y muchas veces en ellas no entra Dios. El tiempo es nuestra mayor riqueza. Lo perdemos con facilidad y elegimos bien a quién se lo damos y a quién no. Nos importa no perderlo. Porque perder el tiempo es como perder la vida de forma improductiva. Y no
queremos. El tiempo vale mucho. Recibir a Cristo en nuestra vida es darle un lugar de honor. Eso significa que otras cosas pierdan su lugar. Acoger a Jesús nos lleva a un cambio de prioridades. ¿Cuáles son nuestras prioridades? ¿Qué preferimos hacer con nuestro tiempo cada día? ¿En qué invertimos nuestras mejores fuerzas, el tiempo libre?
La invitación de la Cuaresma es a vivir desde Betania el acogimiento. Acogemos a Cristo.
Queremos que en nuestro hogar todos sean acogidos. Sin preguntas, sin exigencias.
Miramos a Jesús que sufre en soledad y queremos calmar su dolor. Lo acompañamos sobrecogidos. Con miedo. Porque su muerte y su dolor nos hacen temer nuestra propia muerte.
Siempre que vemos un sufrimiento nos da miedo pensar que eso mismo nos puede pasar a nosotros. Es el egoísmo del alma que no quiere sufrir. El dolor despierta temor.
No queremos sufrir. Nunca el sufrimiento es un plato agradable. El corazón está hecho para la vida, para disfrutar, para gozar y amar. El corazón no entiende ni el sufrimiento ni el dolor.
Desde Betania contemplamos el dolor de Cristo que camina al Calvario. Nos asustan sus pasos. Nos inquietan los rumores de los que ansían matarle. Justo en Betania, lugar de acogida y paz, es donde se planea su muerte: «Gran multitud de los judíos supieron entonces que él estaba allí, y vinieron, no solamente por causa de Jesús, sino también para ver a Lázaro, a quien había resucitado de los muertos. Pero los principales sacerdotes acordaron dar muerte también a Lázaro, porque a causa de él muchos de los judíos se apartaban y creían en Jesús». Lc 12, 9-11. Allí los judíos están inquietos. Parece que con la resurrección de Lázaro muchos más siguen al
Maestro. Aumenta la preocupación y planean incluso matar también a Lázaro. Y todo porque un amor tan grande supera la capacidad de acogida del hombre. El corazón se siente en deuda y se siente desbordado por tanto amor, no logra abarcarlo.
N° 139 del 18 de Octubre al 18 de Diciembre de 2018